jueves, 24 de noviembre de 2011

Una matanza en el desierto. Febrero de 1819.

Bernardo Monteagudo, en un retrato idealizado.

Al romper el silencio los últimos disparos en los llanos de Maipú, los derrotados entregaron sus espadas a los vencedores. Eran miles los prisioneros, siendo enviados de inmediato a las cárceles de Santiago, Valparaíso, Coquimbo y Casablanca, entre otros. Los oficiales de mayor rango fueron retenidos en la capital y pocos días después eran enviados a una aldea en medio del desierto argentino: San Luis de la Punta. No podían imaginar que les esperaba el gobernador Vicente Dupuy, “uno de esos seres que la Providencia parece echar de cuando en cuando sobre el mundo para perpetuar la memoria de Caín”, como lo define Vicuña Mackenna (1). Una personalidad con las condiciones necesarias para ser un verdugo implacable. En sus manos habían encontrado la muerte los hermanos Juan José y Luis Carrera, pocos días antes, en Mendoza.
En sus precisas instrucciones, San Martín ordenaba que los oficiales detenidos fueran tratados “con las consideraciones  que exija su buena conducta y educación”. 

Y llegaron los desterrados a esa verdadera isla en pleno desierto. Una plaza, un cuartel, una casucha de adobes como gobernación y casas de chozas pajizas. Sin armas, los destacados oficiales que habían combatido en Talcahuano, Cancha Rayada y Maipú, podían reunirse en las tardes, visitar a los vecinos e incluso reunirse con el gobernador a cenar. Entre ellos, Ordóñez, Primo de Rivera, Morla y  Morgado. En el lugar les esperaba el relegado último gobernador, Marcó del Pont y el mayor González de Bernedo. Y las penas dieron paso a una mayor tranquilidad. Pero meses después llegaba otro de los siniestros actores de las tragedias americanas: Bernardo Monteagudo, cómplice de Dupuy en el cadalso de Mendoza y que llegaba a San Luis expulsado de Chile por intrigante.

Retrato de Monteagudo considerado
original y hoy desaparecido.
La suerte de los confinados cambiaría de inmediato. “El tigre y la hiena se habían juntado en aquella jaula del desierto” (2) y de inmediato se prohíben las reuniones y las salidas  de las tardes a los prisioneros españoles. La razón, los celos que los jóvenes oficiales realistas generaban en su retorcida mente, especialmente en las señoritas Pringles, descritas como hermosas y finas. Poniéndose de acuerdo con Dupuy, el oscuro Monteagudo decidió vengarse. En un humillante decreto, se había prohibido la salida  nocturna de los prisioneros. La reacción fue instantánea. El capitán Gregorio Carretero asumió la dirección de la conjuración mediante un golpe sorpresivo. 

Su plan consistió en apoderarse de Dupuy y Monteagudo sin derramar sangre, liberar a los montoneros encerrados en la cárcel de San Luis, y con las pocas armas de la guardia, alejarse del pueblo-presidio. Para ello contaría con los más de cuarenta oficiales realistas detenidos.
Carretero comunicó su plan a Ordóñez, Primo de Rivera y otros comandantes, fijando la acción para el lunes 8 de febrero de 1819. En las primeras horas de la mañana se reunió el grupo en el jardín de la casa donde habitaba “para proceder a la matanza de los insectos y sabandijas que en ella había” (3). Divididos en cuatro grupos, uno asaltaría la cárcel;  otro apresaría a Monteagudo; otro se apoderaría del cuartel y el último quitaría el mando al gobernador Dupuy.

El último grupo fue el primer en lograr su objetivo, apresando a Dupuy. Pero los otros grupos fracasaron en su intento. Dada la alarma, de inmediato salieron a la calle los soldados de la guarnición, los montoneros liberados y el pueblo que no entendía qué estaba pasando. Los conjurados fueron cayendo una tras otro, cubiertos de mortales heridas.
Tan pronto se controló la situación, Monteagudo procedió a levantar el sumario, y en cuatro días lograba cerrar un voluminoso expediente con las confesiones de los derrotados. 

Grabado del coronel Vicente Dupuy
El 15 de febrero amanecían veinticinco bancas dispuestas en hilera en la plaza de San Luis. Y a las 11, las descargas de fusilería cegaban la vida de los oficiales. Una vez más, Monteagudo y Dupuy se unían en un acto de horror. Los soldados que habían combatido durante años en los campos de batalla en Chile morían en una sola mañana en manos de uno de los verdugos más crueles de nuestra independencia. Marcó del Pont, que no había tenido participación alguna en el motín, fue enviado a Luján donde moría poco después.

La noticia de la masacre recorrió la América en guerra. Poco tiempo después, Monteagudo partía en la expedición Libertadora del Perú como ministro de San Martín. En Quito se jactaba de haber reducido a quinientos los diez mil españoles de la ciudad. Al producirse el autoexilio de San Martín, Monteagudo  pierde a su protector y es expulsado del Perú, siendo desterrado a Panamá bajo pena de muerte en caso de regresar.

Y regresó, poniéndose a las órdenes de Bolívar. Pero la noche del 28 de enero de 1825, un cuchillo atravesó su corazón. Tenía 35 años.

(1, 2, 3) La Guerra a Muerte, Benjamín Vicuña Mackenna.

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